lunes, 10 de noviembre de 2014

Wilfred Owen, Poeta y Héroe de la Primera Guerra Mundial




En 2014 conmemoramos el centenario de la Primera Guerra Mundial, uno de los horrores que ensombrecieron la primera mitad del Siglo XX, una guerra que comenzó casi sin quererlo como un juego de soldaditos y que acabó convirtiéndose en una espantosa carnicería que acabó con la vida, las ilusiones y las esperanzas de toda una generación de jóvenes de todas las nacionalidades.

La Primera Guerra Mundial supuso el empleo masivo de nuevas armas letales como las ametralladoras, las granadas, los lanzallamas, la artillería de gran calibre, los tanques, los gases asfixiantes, la aviación o el uso masivo de submarinos.

El espanto fue tal, que tanto en los países anglosajones como en Francia y Alemania siguen llamándola la Gran Guerra, con cifras tan horribles como los 11 millones de soldados fallecidos, 21 millones de heridos y mutilados, casi 8 millones de desaparecidos y 9 millones de víctimas entre la población civil. Para que os hagáis una idea, 2 de cada 8 soldados murieron en esta guerra. Cifras frías, tan sólo números escritos en papel, pero cada una de esas víctimas tiene su propia historia, su propio futuro truncado, sus alegrías, sus sufrimientos, sus sueños, sus esperanzas.

Y eso es precisamente lo que quiso contar Wilfred Owen. El sufrimiento cotidiano, la incertidumbre de la muerte espantosa, el espanto de ver morir a sus camaradas, la ausencia de futuro o esperanza,  el horror de los bombardeos, la atrocidad del gas, el dolor y el desgarro.

Muchos jóvenes de todos los bandos contendientes se alistaron en sus respectivos ejércitos, bajo la promesa de gloria y honor, pensando que el conflicto se solventaría en unos pocos meses y volverían a sus hogares como héroes.

En las trincheras dejaron su juventud, su cordura o su vida pintores como Otto Dix, Georges Braque, Henri Gaudier-Brzeska, Oskar Kokochka y escritores como Ernest Hemingway, Ernst Jünger, Robert Graves, Guillaume Apollinaire, Robert Musil, J.R.R. Tolkien, Filippo Tommaso Marinetti, Sigfried Sassoon o C.S. Lewis.

Wilfred Owen, como la mayoría de sus camaradas, se había embarcado en aquella carnicería, totalmente convencido de que era su deber y orgulloso de su patriotismo: aquellas grandes palabras de las que se hinchaban las bocas de la Prensa y de los políticos. Pero la guerra era otra cosa, y nadie se lo había contado.

Y allí, en las trincheras, con el barro hasta el cuello, con las nubes de gas clorhídrico envenenando el aire, y los obuses alemanes despanzurrando a sus camaradas, supieron de golpe lo que era, y perdieron algo más que la vida: sus sueños, sus ilusiones, quizá una familia, la fe en los seres humanos.

Owen había vuelto a la batalla a petición propia, cuando aún estaba convaleciente de pasadas heridas. No era de los que se arredraban. Pero sí fue de los primeros y más clarividentes en comprender de qué iba aquello de la guerra en las trincheras.

Y su testimonio conmovedor es el que traemos hoy a "Desde Albus Albi".

Ecos del Dante de los infiernos, de Shelley, de Yeats, retumban en estos versos como las explosiones. Y el miedo, el terror, el pavor, la masacre:

«¡Gas! ¡Gas! ¡Rápido todos. / Tanteando / torpemente / nos pusimos las máscaras a tiempo. / Pero hubo uno que gritaba todavía / y se agitaba como un hombre en llamas. / A través del visor y de la niebla verde /como hundido en el mar,/ vi que se ahogaba».

Owen se rebela contra el Destino, contra la figura bíblica del padre que les ha llevado a la matanza, y clama en el desierto de la Segunda Batalla del Sambre, una de las más espantosas de la contienda. La voz de Owen es aterradoramente humana: 

«Mi grasa será grano, mi savia para todos. / Sin duda, un día... / Amigo ten por cierto / creo que con las plantas estaré mejor, en paz / con la lluvia y el prado, como antaño /solían empaparme cuando niño».

Un anónimo disparo alemán acabo con su vida el 4 de Noviembre de 1918 mientras cruzaba junto con sus camaradas de regimiento el canal Sambre-Oise.

Su madre recibió la noticia de su muerte el 11 de noviembre de 1918, una semana después de su muerte. Aquel día se firmaba el armisticio, y dicen que estallaba la paz

Si queréis leer más cosas de Wilfred Owen os recomendamos su libro "Poemas de Guerra", editado en castellano por la editorial Acantilado.

Si queréis leer más cosas de la Primera Guerra Mundial os recomendamos "La Primera Guerra Mundial" de Martin Gilbert, "Historia de la Primera Guerra Mundial" de David Stevenson o "1914" de Margaret MacMillan sobre las causas que condujeron a Europa a la locura.

Si queréis ver alguna película sobre la tragedia que supuso la Primera Guerra Mundial,  os recomendamos la desgarradora"Johnny cogió su fusil" de Dalton Trumbo, "Senderos de gloria" de Stanley Kubrick o "Gallipoli" de Peter Weir.

Os dejamos una muestra de la obra de Wilfred Owen.





DULCE ET DECORUM EST (Dulce y honorable es...)

Torcidos, como viejos mendigos bajo sus hatos,
renqueando, tosiendo como brujas, maldecíamos a través del lodo,
hasta que donde alumbraban las luces de las bengalas nos dimos la vuelta
y hacia nuestra lejana posición empezamos a caminar afanosamente.
Los hombres marchaban dormidos. Muchos habían perdido sus botas
Pero abrumados avanzaban sobre zapatos de sangre. Todos cojos, todos ciegos;
Borrachos de fatiga, sordos incluso al silbido de las balas
Que los cansados cañones de calibre 5.9 disparaban detrás de nosotros.


“¡Gas, gas! ¡Rápido, muchachos!”; un éxtasis de desconcierto,
Poniéndonos los toscos cascos justo a tiempo;
Pero alguien aún estaba gritando y tropezando
Y ardía retorciéndose, como ahogándose en cal viva…
Borroso, a través de los empañados cristales de la máscara y de la tenue luz verde,
Como en un mar verde le vi ahogarse.
En todas mis pesadillas, ante mi impotente mirada,
Se desploma boqueando, agonizando, asfixiándose.

Si en algún sofocante sueño tú también puedes caminar
Tras la carreta en la que lo pusimos,
Y mirar sus blancos ojos moviéndose
En su desmayada cara, como un endemoniado.
Si pudieses escuchar a cada traqueteo
El gorgoteo de la sangre saliendo de sus destrozados pulmones,
Repugnante como el cáncer, nauseabundo como el vómito
De horrorosas, incurables llagas en lenguas inocentes,
Amigo mío, no volverías a decir con ese alto idealismo
A los ardientes jóvenes sedientos de gloria
La vieja mentira: “Dulce et decorum est pro patria mori”.


HIMNO A LA JUVENTUD CONDENADA

¿Doblarán las campanas por aquellos que mueren como ganado?
Sólo la rabia monstruosa de los cañones
el rápido tartamudeo de los fusiles
pueden rezarles una breve plegaria.

Para ellos, no más ceremonias, oraciones ni campanas
ni voces de luto o salvas en coros,
Sólo el agudo, rabioso gemido de coros de obuses
y clarines llamándolos desde dolientes condados.

¿Qué candelabros pueden encenderse para ellos?
No en sus manos de niños sino en sus ojos
brillará la sagrada luz de los adioses.

La pálida mirada de las muchachas serán sus mortajas;
Sus ofrendas, la ternura de dolidos recuerdos
y cada lento atardecer se inclinará ante sus memorias.


EXTRAÑO ENCUENTRO

Pareció que yo escapaba de la batalla 
por un profundo, obtuso túnel, mucho tiempo atrás cavado
a través de granitos que abovedaron guerras titánicas
y sin embargo allí gemía gente que dormía apilada; 
demasiado firmes en el pensamiento o en la muerte para ser
perturbados.

Entonces, al tantearlos, saltó uno, y observaba 

con piadoso escrutinio en sus ojos clavados. 
Como para bendecir alzaba manos angustiadas.
Por su sonrisa recordé esa sala lóbrega, 
por su sonrisa muerta supe que estábamos en el Infierno. 
La visión de esa cara estaba graneada con mil sufrimientos. 
Sin embargo, no llegaba a ese lugar sangre desde el suelo 
ni tableteaban las armas ni gemían los morteros.
“Extraño amigo”, dije, “aquí no hay razón para el lamento”.
“Ninguna”, dijo el otro, “salvo los años deshechos, 
la desesperanza. Cualquiera sea la esperanza de que seas dueño
también lo fue mi vida. Yo me lancé, violento, a la caza, 
de la belleza más agreste que hubiera bajo el cielo 
que no yace en los ojos mansos ni el pelo trenzado
sino que se burla del paso firme del tiempo
y si se lamenta, más rico que aquí es su lamento. 
Pues podrían haberse reído muchos hombres por mi alegría 
y de mi llanto algo había quedado todavía
que debe morir ahora. Hablo de la verdad no dicha: 
la lástima de la guerra, la lástima que la guerra destiló. 
Ahora pueden irse contentos los hombres con lo que hemos
mancillado, o bien, descontentos, hervir sangrientos y derramarse.
Irán rápidos, con la rapidez del tigre, 
nadie romperá filas, aunque las naciones tomen otra vía, 
no la del progreso. Mío fue el coraje y yo tuve el misterio, 
mía fue la prudencia, y yo fui diestro 
en esquivar la marcha de este mundo en retroceso 
hacia alcázares no amurallados, hueros. 
Entonces, cuando mucha sangre haya atascado las ruedas de los 
carros, yo me levantaré a lavarla en los manantiales gratos. 
Incluso con verdades que estaban demasiado hondas para el engaño,
volcaría mi espíritu sin resguardo 
pero no por las llagas ni la letrina de la guerra.
Han sangrado las frentes de los hombres donde no había desgarro. 
Soy el enemigo, amigo, que has matado. 
Te conocí en esta oscuridad porque así ayer mostrabas 
el ceño cuando, a través de mí, has punzado y matado”. 
Le repliqué, pero mis manos estaban reacias y frías. 
“Ahora durmamos…”